domingo, 9 de noviembre de 2014

El columpio de Fragonard.

¡Buenos días mis artistas!
Hoy os traigo algo que creo que os va a gustar. Se trata de un relato que he escrito yo pero, con la peculiaridad de estar inspirado en uno de los cuadros más famosos del Rococó: "El columpio de Fragonard". Simplemente no lo he podido evitar, en el momento que vi el cuadro la imaginación se desató y tuve que escribir esta historia. Y aquí la tenéis:

El columpio de Fragonard.
Era bella, sí. Ahora estoy aquí, por no estar en cualquier otra parte, desperdiciando algunas horas de mi vida, con estas fotografías en mi mano incitándome, o más bien, obligándome a recordar.
Como decía, era joven y bella. Ella era la reina. Una reina sin corona, pero no le hacía falta. Ella era mi reina. Tenía una sonrisa de labios finos, como olvidar la delicada sonrisa que le regaló a mi mirada aquella mañana de mayo. Yo volvía a casa, como otro más. Éramos muchos, todos tenían a alguien al otro lado. Yo no. Dicen que cuando eres soldado la gente que te quiere le da un doble valor a tu vida. No era mi caso, mi gente eran mis compañeros, con los que salía al campo cada día y cada noche, no había más. Nadie más. Podría decirse que hasta el momento que vi esa sonrisa estába solo. Pero la vi. Ahí estaba. “Será la mujer o la hija de algún comandante, que importa, no volveré a verla, una sonrisa más, dientes y labios, los tiene cualquiera” pensé.
Después de algunos meses de descanso en casa, con la fiel compañía de la soledad, el uniforme verde me llamaba de nuevo. Otra vez la misma estación, los mismos compañeros. Saludos. Lo de siempre. Pero hubo algo diferente, algo que cambió mis cuadriculados días de boina verde para siempre. De nuevo, la misma sonrisa. Esta vez en un traje verde, casualidad, como el mío. Dudé. La miré y ella me miró a mí y todavía no se a día de hoy si me dedicó una sonrisa. No lo sé, que importa. Me acerqué. “¿Qué haces tú aquí, bonita?” pregunté. No respondió. “He dicho que qué haces aquí, ¿acaso no sabes lo que es una pregunta?” Dije con tono fuerte. Bajó la cabeza y, para romper el silencio, volvió a subirla. Me miró. No estaba asustada. Tiró de mi chaqueta y me retiró hacia un rincón, lejos de la multitud. Se quitó la boina y se atusó el pelo. Clavó sus ojos en los míos y dijo:
-¿Acaso no está claro que es lo que hago aquí, señor?-miró de reojo al grupo de soldados-. No me das miedo, ¿sabes? Sí, soy una mujer, ¿y sólo por eso tengo que ser débil? Soy fuerte, no te temo. No temo a la muerte, por eso estoy aquí. Creo que compartimos ese sentimiento. Al fin y al cabo, todos hemos nacido para morir ¿no es así? Pregunta por Fragonard, compruébalo en la lista y yo contestaré. Ese es mi nombre, realmente, mi apellido. No soy un varón, mas ¿Qué importa? Me has hecho hablar de algo tan obvio que parece irónico  que lo hayas preguntado, simplemente buscando la afirmación de algo que ya sabías, que soy una mujer, y estúpidamente eso te sorprende.
Se colocó de nuevo la boina y se unió al resto del grupo. Contemplé como se perdía entre los demás. Me centré en mi misión, en vano. Una mujer, en unos segundos y con unas cuantas palabras, había conseguido lo que nadie en mis pocos años de vida, desconcentrarme. Busqué y pregunté por Fragonard hasta dar de nuevo con ella. Y le hablé. Le dije no sé lo qué, pero se lo dije. Aquello que me hacía recordarla cada minuto, pensando que si lo quitaba fuera de mí se iría con ella. Que erróneo pensamiento. Con mis palabras, ella se quedó. Pensaba que eso no era lo que quería hasta que compartió cada hora de su vida conmigo.
Y vivimos momentos. Cuando sonreía yo también lo hacía. Me enseñó tantas cosas. Mientras hacía cualquier tarea la miraba, era preciosa. Y ya no era el mismo.
Decía que le encantaba la libertad, ser libre como lo son los pájaros todas las mañanas. Y le hice un regalo. Le hice un columpio entre dos árboles, en el jardín. En la parte más agreste y salvaje del jardín, en la parte en la que cuando llegaba la primavera los cerezos se volvían nevados, en la parte en la que ella inspiraba sus historias de duendes y seres fantásticos, en esa parte le hice su columpio. Y ella me regaló una de sus mejores sonrisas cuando lo vio. Y allí se balanceaba y dejaba que el viento jugase con sus vestidos cuando estaba feliz, y allí se sentaba y bajaba la cabeza cuándo padecía de melancolía. Y a mí me gustaba verla allí. Sé que le encantaba ese columpio.
Después de unos años decidí dejar el ejército para vivir con Fragonard, pues, de algún modo, ya se había instalado dentro de mí. Ella no lo dejó, pero no me defraudó. Yo tampoco quería que lo hiciese. Iba a menos misiones, pero cada vez que la despedía, sentía que mi corazón se iba con ella y no volvía dentro de mí hasta que mi mirada no veía su sonrisa de nuevo.
Y una tarde alegre de primavera, los pajarillos parecía que la estaban esperando en su columpio, Fragonard no volvió. Se quedó allá a donde fuera, a luchar porque no temía a la muerte, porque ella era libre. Y yo volví a alistarme de nuevo, a recordar a Fragonard en cada misión para sacar de esos recuerdos su fuerza y seguir adelante.

Su belleza era increíble y,  aún más, su belleza interior. Su coraje, único. Me gusta recordarla y lo haría con más frecuencia si esos recuerdos no trajeran consigo un sentimiento de dolor por no volver a verla. Un dolor  que deja un sabor agridulce en mi interior, en dónde, una vez, estuvo Fragonard sonriendo.












Jean-Honoré Fragonard. El columpio.

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